9.22.2010

Siempre quise llevarte a París, coger el metro y bajarnos en el distrito dieciocho: Montmartre, el barrio de los artistas, de las calles repletas de pinturas y de los cafés que guardan su atractivo en el aire bohème que desprenden. Quería perderme contigo por la ciudad de las luces, sin mapas ni guías, sentarme bajo un árbol en el Campo de Marte y enamorarme de tus ojos con un helado de naranja. Contemplaríamos asombrados la inmensidad de la Torre Eiffel, prometiéndonos volver, y subiríamos al primer barco que navegara por el Sena de noche. Soñaba con visitar el Louvre, pasear entre Van Gogh y Da Vinci y susurrarte al oído que algún día tú estarías entre ellos – sabías que yo así lo creía-. Jamás podré olvidar todas las ilusiones que depositamos en aquel viaje, todos los planes y preparativos que hicimos. Ni siquiera ahora, que ya no estás y el paso del tiempo me ha dotado de la experiencia propia de la edad, puedo olvidarlo. Pero ya sabes lo que dicen, siempre nos quedará París.


Aquel día, mientras veía atardecer desde la orilla izquierda del Sena, me prometí que algún día volvería allí, a la ciudad del amor.

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